Niños asesinos

Publicado: 28 febrero, 2011 en Uncategorized
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¿Por qué puede matar un niño?

«Niños violentos, ciertamente los hay, pero casos en los que esa violencia se lleve al extremo de matar son muy excepcionales. Lo que ocurre es que nos sobrecogen especialmente porque se supone que son inocentes, como nos sobrecoge la idea de que un niño, que todavía no ha vivido, pueda suicidarse», afirma Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. «Los niños asesinos son la excepción de la excepción», corrobora Antonio Andrés Pueyo, catedrático de Psicología de la Universidad de Barcelona. «La violencia nos repugna porque en el proceso de socialización hemos desarrollado mecanismos de inhibición, de manera que, cuando vemos comportamientos violentos, nos parecen antinaturales, y mucho más si se dan en niños. En realidad, hay muchos niños difíciles, pero sólo unos cuantos llegan a ser violentos, y muy pocos, poquísimos, llevan esa violencia a situaciones extremas». Son muy pocos, ciertamente, pero cuando ocurre, todo nuestro andamiaje moral se nos tambalea. ¿Cómo es posible? El crimen de Buenos Aires ha traído a la memoria la imagen borrosa de aquel otro niño de dos años que era llevado de la mano por dos muchachos algo mayores que él hacia la salida de un supermercado de Merseyside, en las afueras de Liverpool. El pequeño James Bulger fue encontrado muerto, destrozado, en las vías del tren, y su imagen sigue grabada a fuego en la memoria de muchos padres, que agarran con fuerza la mano de sus hijos cuando entran en un lugar que les recuerde aquel escenario.

¿Cómo es posible que un niño pueda llegar a matar de esa forma?

Para que un niño se convierta en asesino han de darse, según Echeburúa, una serie de condiciones: «Que haya un daño cerebral que afecte a los mecanismos reguladores de la conducta y provoque una impulsividad extrema, o que tenga alguna vulnerabilidad de tipo biológico o psicológico». Andrés Pueyo añade que para que una acción acabe en un homicidio se requieren dos tipos de componentes: de personalidad y de oportunidad. «El niño que mató a su hermano de tres meses llenándole la boca de arena hizo algo que no puede extrapolarse a otros tipos de violencia. Lo mismo que la niña alemana que acabó tirando por la ventana a una hermanita a la que perseguía para arrancarle los pendientes. Son niños, y en estos casos no hay intencionalidad de matar. Lo que sucede es que, en una situación emocional determinada -de celos, por ejemplo-, se encadena una serie de actos que pueden incluir la violencia, y que si se dan ciertas circunstancias pueden acabar en un homicidio. En la violencia infantil, los componentes de oportunidad son muy importantes», insiste.

Abandono, pobreza, carencias emocionales y malos tratos son ingredientes comunes de muchas de estas tragedias. Pero miles de niños viven en esa misma situación y no se convierten en homicidas. ¿Por qué ellos sí? Un niño maltratado puede llegar a ser un maltratador si queda atrapado en la telaraña del sufrimiento. No es, ni mucho menos, una ley inexorable. La capacidad de resiliencia de los niños, la capacidad de recuperarse y hasta de salir reforzado de la adversidad, es extraordinaria, como explica Boris Cyrulnik en su libro Los patitos feos. Una infancia difícil no determina la vida. Sólo así se explica que, pese a tanta desgracia, la humanidad siga progresando hacia cotas cada vez mayores de civilización. Pero es cierto que en la biografía de muchos niños asesinos hay una historia de malos tratos, y algunos psicólogos han visto, en el ensañamiento con que matan, el deseo inconsciente de destruir esa imagen de vulnerabilidad que les recuerda su propia condición de víctimas.
Los mecanismos del cerebro humano son un gran misterio que justo ahora comienza a desvelar sus secretos. Uno de los más interesantes es cómo afectan los impactos emocionales de la vida en la estructura mental que heredamos en nuestros genes. ¿Pueden estos impactos llegar a modular el desarrollo del cerebro? José Sanmartín, director del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia, de Valencia, y autor de obras como La violencia y sus claves o La mente de los violentos, ha revisado esos estudios para un capítulo de su nuevo libro y no tiene dudas: los estudios muestran que determinadas condiciones de vida pueden llegar a alterar las estructuras cerebrales que controlan los impulsos. Es decir, que una situación de maltrato reiterado puede dejar huella en el cerebro del niño, todavía en fase de maduración.
«Niños sometidos a malos tratos sistemáticos tienen la amígdala hasta un 12% más reducida», explica. «El maltrato puede dañar los circuitos cerebrales que controlan los instintos agresivos. La diferencia entre un instinto agresivo y un acto de violencia aparece cuando reacciones normalmente instintivas se convierten en acciones voluntarias destinadas a dañar a otro. Ésa es la gran diferencia. La amígdala de un niño maltratado puede estar afectada y no controlar bien el comportamiento», añade.
«Sabemos que los niños maltratados también presentan afectación de las conexiones entre los dos hemisferios a través del cuerpo calloso. Las conexiones entre la amígdala o el hipocampo y la corteza prefrontal son muy importantes, porque la corteza es el lugar donde residen los mecanismos de la conciencia. En ella comparamos opciones, evaluamos consecuencias, elegimos entre disyuntivas, y decidimos llevarlas a la práctica o no. Luego impregnamos de sentimiento esas acciones. Y todo eso lo hace la corteza prefrontal, que lee e interpreta los impulsos que llegan de la amígdala y los potencia o los inhibe según esa valoración».
Pero también hay casos de violencia extrema inexplicable de niños o adolescentes que no pertenecen a una familia desestructurada ni han sido víctimas de violencia. El único estudio que hay en España sobre esta cuestión, realizado por el sociólogo Ramón Quilis Alemany sobre una muestra de 74 niños y adolescentes condenados en España entre 1994 y 2001 por homicidio, ofrece datos reveladores: el 54% de los homicidas presentaba algún tipo de trastorno de la personalidad o conducta antisocial y otro 4% había actuado bajo los efectos de un brote psicótico, es decir, un trastorno mental severo que anula la voluntad. Pero el restante 42% eran chicos aparentemente normales que vivían en familias también aparentemente normales.
Lo cual nos lleva a otra pregunta: la violencia, ¿se hereda o se aprende? Desde luego, se hereda parte y también se aprende. Lo que no está claro es en qué proporción se combinan ambos factores en cada caso. ?El cerebro del niño tiene un elevado grado de plasticidad?, responde Juan Carlos Navarro, profesor de Psicología de la Violencia y la Delincuencia de la Universidad de Barcelona. «Hay una parte biológica sobre la cual inciden los condicionantes ambientales, y si durante la infancia el niño está sobreexpuesto a situaciones de violencia, puede incorporar estos mecanismos de respuesta como una conducta normal. Pero, como muestra Lykken en Las personalidades antisociales, para que eso ocurra tiene que haber una potencialidad, una predisposición previa».
Si un niño tiene un temperamento proclive a la violencia y nadie le pone límites desde muy pequeño, las posibilidades de que la educación pueda llegar a modular su comportamiento son cada vez menores. Pequeñas transgresiones que no se han controlado a los tres años pueden dar lugar a una conducta incorregible a los 10. «La mayoría de los niños pequeños pega para conseguir algo, pero la mayoría de ellos aprende que la agresión física no es una conducta tolerable. Empiezan a aprenderlo en la guardería y cada vez pegan menos, hasta que dejan de hacerlo», apunta Antonio Andrés Pueyo.
Por la razón que sea, en los niños violentos estos elementos de control social no han funcionado. Son niños que pueden llegar a la adolescencia sin haber tenido un buen desarrollo moral, sin haber aprendido a diferenciar lo que está bien de lo que está mal, y a decidir, en caso de conflicto, el mal menor. Eso es algo que se aprende con la educación, pero muchos niños no han tenido la oportunidad de recibirla o son especialmente resistentes a ella, con lo que pueden caer en conductas antisociales y violentas, de las que su propia familia puede ser la primera víctima. En el 22% de los casos estudiados por Quilis, la víctima era el padre, la madre o algún hermano.
José Sanmartín ha estudiado a fondo a este tipo de niños maltratadores, cuya conducta no se debe tanto a las carencias sociales o emocionales como a un déficit educativo. «Estos niños, especialmente los que agreden a sus padres, suelen tener un egocentrismo muy marcado y claras deficiencias de empatía. Es ese niño que se considera el centro del mundo, que aprende a ver a los demás como meros instrumentos para satisfacer sus deseos. A veces los padres contribuyen a consolidar esta personalidad dándole siempre lo que pide, más allá de lo que necesita e incluso de lo que pueden permitirse», explica. Como no toleran la frustración y no están acostumbrados a esforzarse para resolver los problemas, tienen brotes de ira cada vez más frecuentes, que acaban en un estado de descontrol y, al final, de violencia.
En el estudio de Quilis, un 4% de los niños y adolescentes homicidas había actuado bajo el efecto de un brote psicótico, es decir, una situación de delirio y desconexión de la realidad causada por una enfermedad mental grave. Pero había otro 54% que presentaba síntomas de algún tipo de trastorno mental. Sabían desde luego lo que hacían, pero su conducta era anormal. «Básicamente se podían distinguir cuatro tipos de trastorno: de la personalidad, antisocial, antisocial precoz persistente y psicopatía», indica Ramón Quilis, trastornos todos ellos que suelen dar signos suficientes de alarma.
En adultos es relativamente fácil llegar a diagnosticar una psicopatía, pero ¿se puede hablar de psicopatía en el caso de los niños? «Ésta es una discusión abierta», responde Andrés Pueyo, «pero yo creo que no, ni en el caso de los niños, ni en el de los preadolescentes. La psicopatía es un trastorno de la personalidad, y ésta no acaba de madurar hasta el final de la adolescencia, aunque es difícil establecer límites precisos porque es un proceso». Para el médico forense José Antonio García Andrade, no se puede hablar de psicópatas hasta los 18 años: «Antes de esa edad podemos hablar de trastornos de la personalidad o personalidad inmadura, pero no de psicopatía». Quilis señala, sin embargo, una contradicción: «Muchos psiquiatras consideran que sí se puede hablar de psicopatía en menores. El problema es que la psicopatía no afecta a la voluntad -el agresor sabe lo que hace-, pero la legislación considera que los menores, hasta cierta edad, son irresponsables, y ahí tenemos un lío».
En todo caso, lo que sí hay, según Andrés Pueyo, «son unos elementos temperamentales que podrían favorecer las conductas violentas». ¿Qué elementos? «Básicamente tres: dureza emocional, impulsividad y ausencia de miedo». La dureza emocional implica que son niños que se conducen siempre con una cierta frialdad. Niños que no muestran empatía, que no se conmueven ante el dolor de los demás. En un ambiente de malos tratos, carencias emocionales y falta de cuidado, muchos niños aprenden a inhibir las emociones; a no sentir miedo, o rabia, o soledad como un mecanismo de defensa psicológica. Si no sienten, no sufren. Otras veces, esa insensibilidad forma parte del temperamento del niño, y con frecuencia se expresa maltratando a los animales.
Son, en segundo lugar, niños con un alto nivel de impulsividad y atrevimiento. Siempre están bordeando los límites, siempre al filo del precipicio. Tienen muchas dificultades de autocontrol. Y esto se combina con el tercer elemento: la falta de miedo, una cierta incapacidad para comprender o visualizar los efectos de las acciones que emprenden. Éste es, en opinión de Andrés Pueyo, el elemento más preocupante: «En estos niños, el castigo no sirve de nada. Ni el castigo físico, ni la amenaza, les produce el más mínimo impacto». Impasibles a la bronca, suelen sufrir frecuentes accidentes porque siempre transitan por el filo de la navaja.
«En los casos de comportamiento violento suelen darse, con mayor o menor intensidad, los tres elementos. Si además se añade una capacidad cognitiva limitada, el riesgo es entonces muy, muy alto, porque cuando se presenta una situación de conflicto pueden resolverla de la peor manera posible», advierte Andrés Pueyo. El caso de Maials es seguramente el ejemplo más desgraciado. El agresor tenía entonces 17 años, pero una edad mental bastante inferior. Llevó al campo a un niño de 10 e intentó abusar de él, pero el niño se resistió, y cuando se dio cuenta de lo que había hecho, le entró el terror. Para evitar que el niño lo contara, le mató y le tiró a un pozo.
Hay niños de 12 años que parecen adultos y jóvenes de 18 que parecen críos. Desde el punto de vista evolutivo, la infancia se prolonga hasta los 10 o 12 años y luego llega la adolescencia, con una fase intermedia, la preadolescencia, en la que todavía quedan muchos rasgos infantiles.
A los 10 años, los niños pueden distinguir el bien del mal, pero no saben qué es moralidad. Ryszard Kapuscinsky se sorprendía en su libro The shadow of the sun de lo «terriblemente sanguinarios» que podían llegar a ser los niños soldados de África, precisamente porque no tienen una noción clara ni de moralidad, ni de lo que representa la muerte, y tampoco tienen conciencia de peligro. Ni siquiera instinto de conservación. Son tan amorales como atrevidos, y si se dan las condiciones de oportunidad, ése puede ser un cóctel letal. Quienes padecen anomia, ausencia total de valores morales, pasan con mucha facilidad de oprimidos a opresores y pueden ser terriblemente sanguinarios.
Para Echeburúa, «un niño no ha madurado todavía los elementos psicológicos necesarios para adoptar de forma consciente una conducta violenta. Pero puede albergar sentimientos de vergüenza, humillación o baja autoestima, y como son acumulativos, el conflicto suele estallar en la adolescencia. Son esos chicos acomplejados, irritables, con baja autoestima y relaciones sociales y familiares deficientes, que no han desarrollado sentimientos de empatía». Éste era justamente el perfil de los adolescentes que en abril de 1999, queriendo vengarse del mundo, causaron 13 muertes antes de suicidarse en el instituto Columbine (EE UU).
La humillación, sea motivada o no, es algo muy doloroso, y puede desencadenar un mecanismo mental por el que se atribuye a los demás la causa de todos los males. El agresor va incubando deseos de venganza: «Tienden a fantasear y acaban confundiendo la fantasía con la realidad, o mejor dicho, haciendo realidad su fantasía», indica Enrique Echeburúa.

En Argentina (Caso reciente):

Los pequeños hermanos de 7 y 9 años que el pasado fin de semana golpearon, torturaron y luego estrangularon a una niña de dos años en un suburbio de Buenos Aires, comprendían lo que hacían y detallaron el crimen con frialdad, dijo la jueza de menores que interviene en el caso. «Sabían lo que estaban haciendo, comprendían ese dolor, pero no los conmovió. Fueron fríos y de alguna manera les dio placer», fue el contundente informe elaborado por un grupo de psiquiatras que dio a conocer la jueza de menores Marta Pascual de los Tribunales de Lomas de Zamora, al sur de esta capital. El domingo, la pequeña Milagros Belizan, de 2 años, salió de su casa, un asentamiento de viviendas precarias en el barrio San José de la localidad de Almirante Brown, al sur de Buenos Aires. Luego de buscarla durante algunas horas, su familia la halló en un terreno baldío a 12 cuadras de su casa. Estaba desnuda, de rodillas, con un cable de teléfono en el cuello y golpes en la espalda y el rostro. Su ropa estaba tendida cerca del lugar, con manchas de sangre. La autopsia reveló que había sido golpeada con una vara de madera y luego asfixiada. Un día después, dos hermanos de 7 y 9 años vecinos de la familia, cuya identidad no se ha divulgado, confesaron el crimen. «No sé si la mente de un chico puede saber qué es un delito, pero sí que habían hecho algo mal, que la nena había sufrido mucho. Trataban de echarse la culpa uno a otro y los dos relataron perfectamente lo que habían hecho, incluso la forma en que murió la menor», dijo Pascual. «Se inculparon uno a otro… Llaman la atención sus bajas tallas y sus cuerpos y formas casi desnutridas, eso es lo que les hizo difícil ejecutar a la nena que tuvo una agonía muy larga, porque a ellos les faltaba fuerza y la nena oponía resistencia. Ahí podrían haber parado ese acto y, sin embargo, no lo hicieron», añadió Pascual. La jueza explicó, sin embargo, que los niños –detenidos desde el lunes en una comisaría– no poseen una patología psiquiátrica que explique la motivación para cometer el crimen y que lo habrían hecho repitiendo las mismas escenas de violencia que padecían a diario. «Son nenes muy chiquitos que evidentemente tuvieron como parámetros otras conductas violentas… Fueron educados con tanta violencia que este es el producto», dijo Pascual. Vecinos de la familia de los pequeños declararon al diario Clarín que eran conocidos en el barrio por atacar a niños y automóviles a pedradas. Desde 2006 no iban a la escuela. Vivían en una casilla con su madre, de 24 años, dos hermanos –un varón de un año y una nena de 6 a la que la madre obligaba a lavar la ropa de toda la familia– y su abuela. La madre solía golpear a los niños con palos o cadenas, por lo que los dos mayores pasaban casi todo el día fuera de la casa. El asesinato reabrió el debate en Argentina sobre cómo deben tratarse los casos de delincuencia juvenil. Inimputables para la ley –ya que sólo pueden ser juzgados a partir de los 18 años– los menores involucrados en actos de delincuencia son normalmente trasladados a institutos donde permanecen alojados hasta alcanzar la mayoría de edad. El caso recuerda el de los británicos Robert Thompson y Jon Venables, de 10 años, que en 1993 mataron a ladrillazos a James Bulge

Fuente: http://www.telemundodallas.com/noticias/16352327/detail.html

http://profesordeeso.blogspot.com/2009/01/por-que-puede-matar-un-nino-ninos.html

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